Los sabores populares se adueñan de la cocina de alta gama

nac -chicLo freak es chic y lo nac & pop también. Las chicas bien toman Amargo Obrero y los restaurantes de lujo revalorizan los productos nacionales. El regreso del queso y dulce, del vermú y del bodegón.

Como en muchas otras ocasiones, Francis Mallmann estuvo un paso adelante. Él fue el primero en dotar de glamour a un osobuco y venderlo a precio de lomo, en postular que la polenta no era sólo un plato de familias numerosas y desempleados sino que, bien vista, podía ofrecer un mundo de posibilidades para los chefs, en recuperar la austera perfección de un dulce de batata sobre un trozo de buen queso, de unos quinotos en compota o de unas empanadas mendocinas.

Tal vez sin buscarlo, es él, como nadie, el referente de un movimiento que hoy –traba a las importaciones y pico de nacionalismo mediante– está en su mejor momento, y tiene una legión de herederos que promueven esta filosofía desde sus restaurantes de 500 pesos el cubierto. ¿De qué hablamos? De lo nac & chic, en oposición al latiguillo “nac & pop”, que los argentinos incorporamos a nuestro diccionario en la última década. Hablamos de la fusión del consumo popular y la alta gama. De una nueva forma de darle brillo a los alimentos históricamente poco glamorosos de nuestra culinaria. Las dicotomías, por lo menos a nivel gastronómico, se disolvieron y hoy una croqueta de morcilla puede convivir alegremente en una carta con un foie o un ojo de bife de exportación. ¿No lo creen? Lean.

En los últimos dos años hubo un cambio radical en la manera de contar la carta. Si antes los chefs se ufanaban de que la sal marina era de Maldon, el atún de una islita de Ecuador y el queso del Piamonte, hoy lo que está de moda es dar cuenta de lo autóctono: los hongos de pino de Valeria del Mar, el queso de Lincoln, el cabrito de Malargüe, el ciervo de General Madariaga y la codorniz de San Pedro. Los cocineros de alta gama argentinos dejaron de poner la lupa afuera para no perderse detalle de lo que estaban haciendo sus pares en Francia, España o Estados Unidos a hacer un movimiento introspectivo que los llevó a revalorizar las preparaciones y los productos nacionales. Y a iniciar un vínculo con los otrora olvidados productores locales.

Todo este movimiento de lo “nac & chic” se profundizó en el último año y medio con el nacimiento de los grupos Gajo (Gastronomía Argentina Joven) y A.C.E.L.G.A, conformados en su mayoría por chefs y gastronómicos de restaurantes que no se caracterizan por ser particularmente económicos (en la mayoría el cubierto promedia los 500 pesos). El lema de ambos colectivos es que hay que “aprovechar lo nuestro”, “re-descubrir los sabores nacionales”, “mirar la variedad y riqueza de nuestra tierra”.

La contracara de esta tendencia, enmarcada dentro de este mix entre lo popular y lo chic es que cada vez son más los comederos y pizzerías que se animan a abrir sucursales en barrios más elegantes y salen airosos en la osadía.

En los últimos cuatro años explotó el mercado de bebidas argentinas / peronistas / obreras / del pueblo. Aunque no en un bar de viejos perdido de Pompeya o Barracas sino en el circuito más prestigioso de la coctelería porteña. Esta suerte de “renacimiento hermoso”, como lo denomina el barman rosarino Matías Jurisich de El Club del Aperitivo, comenzó hace cuatros años con el rediseño de la etiqueta de Hesperidina, lo continuó Cynar con el julep a la cabeza (Cynar, menta, jugo de pomelo, azúcar) y poco después Pineral, que busca meterse de lleno en el paladar juvenil (estuvo presente en la última Creamfields).

La moda del bodegón no cesa, aunque ya no sean sinónimo de “rico, abundante y barato” –o por lo menos, no de los tres calificativos a la vez–. Más allá de los clásicos, hay una nueva camada de restaurantes que recupera a su manera el aire de bodegón.

Como parte de este movimiento “nac & chic” resurgen postres que estaban olvidados en la última página del libro de Doña Petrona, pero en versiones sofisticadas. Y si de autóctono hablamos, nada lo es más que el queso y dulce, el clásico vigilante, que dicen que nació en los años ’20 en una cantina de Palermo y que era el que siempre pedía Borges cuando salía a comer afuera (además de la sopa de arroz y el bife). Hoy muchos chefs buscan reversionar la sutil y austera perfección de este postre con mejores y peores resultados.