Un amor como el nuestro

OPINIÓN: María José Sánchez

Supongo que así ha de pasar con las personas que le cambian la vida a millones. Imagino, siguiendo un poco el intrincado entramado de nuestra historia, que así debe suceder con quienes marcan un antes y un después en todo, con su presencia, con su accionar en la realidad compartida. ¿Será así? Hombres y mujeres trascendentales, por diversos motivos, han despertado odios y amores, drásticos, inapelables. Siempre absolutos. Y no hay que rascar demasiado la superficie para entender, porque es fundamental entender, para obrar en consecuencia.

A amar y a odiar se aprende. Y tanto qué aprender, como de quiénes hacerlo, va por cuenta propia. Porque el amor está ahí, pero también está allí el odio. Si miramos con atención, si escuchamos, si respiramos hondo y nos salimos del ombligo, se ve, se oye. El amor y el odio están en la calle. Siempre estuvieron ahí, a la mano de todos, a la mano de todas. Es una cuestión de elección, una forma de vida: la desconfianza, el egoísmo, esa insensibilidad que anestesia, son opcionales. De la misma forma que la solidaridad, la empatía, la lucha por el otro, por la otra, también son voluntarias.

Entonces odiamos porque queremos, entonces, amamos porque queremos. No es algo hereditario, como nos han hecho creer. No. Nos han enseñado a odiar a generaciones completas, y no hemos aprendido. No es que seamos malos alumnos, es que elegimos no aprender eso, o desaprender eso, en muchos casos. Para sostener sus privilegios, ciertas personas han creído conveniente poner en práctica la infamia, la mentira, el ultraje, todo por generar en el pueblo un rechazo desmedido a tal o cual individuo, tal o cual política, tal o cual derecho conquistado, aunque ese derecho empodere al pueblo, lo beneficie. Y el odio prende, porque se lleva muy bien con la inacción, con la abulia, con el desinterés, con la apatía. Con quedarse sentado creyendo que la culpa es siempre del otro, haciendo gala de una indiferencia hacia quienes más sufren que resulta tan dañina que asusta. Porque la pasividad de los buenos en épocas de derrumbe, lastima.

A simple vista, odiar es más fácil. Y hasta cómodo. Pero es una trampa, odiar es una trampa. Es tragarse un veneno de a poco. Existe un antídoto obvio, pero justamente ese veneno hace que desprecies la cura. Que desconfíes de la cura. Y se pueden quedar ahí, entrampados, envenenados, hasta que el cuerpo rebalsa de porquería. Resuma, contagia. Porque el odio es contagioso, como el miedo. Con el odio y el miedo te controlan los que te enseñaron a odiar, y como aprendiste, el miedo es derivado natural de la ponzoña que te corroe. Y todo está mal, ahí. Porque nada bueno puede salir de eso. No se puede construir nada sólido ni duradero, el odio y el miedo sólo pueden destruir. Y para eso son muy buenos.

Supongo que así ha de pasar con las personas que le cambian la vida a millones. Como Cristina. Son objeto de odios y resentimientos porque cuando personas como ella irrumpen en la realidad nacional, hay quienes ven seriamente perjudicados sus intereses, sus privilegios. Y logran, por una estructurada manipulación, desparramar ese rencor, como peste negra, para su beneficio. Y así, quienes no logran escapar del zarpazo tóxico, se contagian. Y ahora, portadores del odio aprendido, depositan sus anhelos en la desgracia ajena, en la autodestrucción, en la estigmatización del que más necesita. Depositan su esperanza, quizá hasta sin saberlo, en una pseudo salvación que no es tal, que no existe, porque se la mienten individual.

Si supieran lo que sentimos quienes amamos por convicción, por elección, escupirían el veneno rápido, nos abrazaríamos. Si comprendieran que el dolor del otro tiene que hacerse propio también para que juntos podamos sanar, que no se puede ser feliz entre infelices, si entendieran que premiar el esfuerzo personal, separado del esfuerzo colectivo, es otro clavo más en el ataúd de una sociedad que necesita con desesperación sacarse de encima el verso de la meritocracia, urdido por los mismos que enseñan a odiar.

Si sintieran, aunque sea una sola vez, el rayo conmovedor del amor, no podrían volver a odiar, no encontrarían cómo, ni por qué. Si sintieran la alegría, la esperanza, la pasión y la fuerza descomunal que genera amar, no podrían volver a la indiferencia, a la apatía, al desinterés por el otro, porque lo encontrarían indigno. No es imposible, hay que tratar. Como ejercicio de superación personal, para ver que pueden, que es mentira que están podridos por dentro, que es mentira que nos les pasa nada si ven a un pibe con hambre, sufriendo. Porque esa amargura que los despierta por la mañana y los duerme por las noches, que les arruina los días, es el odio, que hace ver todo oscuro, sin estrellas.

Supongo que así ha de pasar con las personas que le cambian la vida a millones. Como Cristina. Pienso que nuestro amor la sostiene, pienso que su amor sostiene a millones. Porque lo que ella genera no es irracional, está medido y pesado: es lealtad del pueblo, el lealtad para con el pueblo, es una bellísima reciprocidad pocas veces vista. De verdad, mirá. Miranos. Ella es el alimento para los hambreados de esperanzas. Ya sabemos que no es magia, ojalá podamos demostrar, con nuestra insistencia, que la única manera de salir adelante en un país saqueado por este ato de chetos insensibles, es construir desde el amor. Ojalá podamos demotrarles que el amor vence, sin heridos, ni perdedores. Y no tengo dudas, porque conozco nuestra fuerza, nuestro coraje y todo el fuego que podemos reunir en este mar de fueguitos: más temprano que tarde lo vamos a lograr.